En un país donde las violaciones a los derechos humanos son el pan de cada día, el caso de la niña indígena de 14 años en Querétaro es un grito desesperado que resuena en la conciencia colectiva. Esta menor, huérfana y desprotegida, ha sufrido horrores inimaginables: fue violada por un familiar, quedó embarazada, y debido a la desnutrición y el abandono, la vida creció dentro de ella hasta pudrirse. Sin embargo, en lugar de recibir atención médica y apoyo, se encuentra arrestada por la Fiscalía de Querétaro, enfrentando una realidad que la convierte en víctima dos veces.
La situación es aún más alarmante cuando consideramos que la Fiscalía, bajo la dirección del fiscal Víctor Antonio de Jesús Hernández, ha optado por criminalizar a la niña en lugar de buscar justicia para ella. La exigencia de una indemnización de 500 mil pesos para el violador, quien ahora se presenta como víctima, es un insulto evidente a la dignidad de la menor. Este es un claro reflejo de una institucionalidad que no solo falla, sino que se convierte en cómplice de la injusticia.
Lo que estamos presenciando es una revictimización sistemática que se repite en todo el país. Las autoridades, en lugar de proteger a las víctimas, las someten a un proceso que las vuelve a traumatizar, despojándolas de su voz y poder. Este ciclo de violencia institucional es particularmente devastador para las niñas y niños indígenas, quienes se enfrentan a un doble estigma: el de su condición étnica y el de su vulnerabilidad como menores.
La historia de esta niña no es un caso aislado; es una representación de la realidad de muchas víctimas que, al buscar justicia, se encuentran con un sistema que las despoja de su humanidad. En muchas comunidades, el silencio y el miedo prevalecen, y aquellos que deberían proteger a los más vulnerables a menudo se convierten en los verdugos.
Es fundamental que la sociedad civil se movilice y exija cuentas a las autoridades. No podemos permitir que el abuso, la negligencia y la corrupción sigan creciendo impunemente. La protección y el apoyo a las víctimas deben ser la prioridad, no su criminalización. Este caso debe ser un llamado a la acción para todos nosotros.
La niña de Querétaro así como muchas en México merece justicia, atención médica y un futuro en el que pueda sanar y reconstruirse. Su historia debe ser el catalizador para cambiar un sistema que, en lugar de proteger, perpetúa el ciclo de abuso y desamparo. La lucha por la justicia no solo es un deber moral, sino un imperativo social que nos concierne a todos.