Tan solo en lo que va de esta administración que afortunadamente está por concluir, han sido asesinados en Morelos 65 policías estatales y municipales. En menos de una semana fueron ultimados dos policías en distintos municipios. Esto, sin duda ha puesto en tela de juicio, entre otros aspectos, las condiciones bajo las cuales trabajan los elementos policiacos de nuestra entidad, sobre todo porque la parte administrativa corresponde a los municipios y en muchos casos, estos se muestran indiferentes.
Y es que, en realidad, poco se escucha y analiza sobre la protección y el cuidado del policía en el ámbito laboral. El imaginario colectivo los considera máquinas incansables y les exige una entrega extraordinaria para aniquilar el crimen. Se soslaya la dimensión laboral y personal del policía, se ignora su cansancio y riesgo a perder la vida, sus aspiraciones personales y preocupaciones familiares.
Pocos son los esfuerzos enfocados al bienestar laboral, que supone la ejecución de medidas de salud y seguridad ocupacional; así como a la relación directa entre el bienestar laboral de los policías y el desempeño de sus labores.
Está claro que el policía trabaja para proteger a la ciudadanía, pero, ¿quién lo protege a él o a ella? En efecto, los ayuntamientos y el gobierno estatal o federal fungen como empleadores de los policías y son los responsables de su protección laboral. Como en todo Estado de derecho, los actos de una entidad pública tienen el alcance o la limitación establecida por la ley, así como la definición de sus funciones y competencias, su ámbito de actuación, su estructura organizativa, entre otros aspectos.
Sin embargo, vemos con alarma y mucha preocupación que muchos de los policías que encontramos en la calle no tienen ni siquiera seguro de vida.
Lo anterior se conjuga con una serie de prácticas contrarias a la integridad de la policía, que van desde la de obtener y utilizar pruebas sin seguir los procedimientos prescritos, hasta la de cometer violaciones directas de los derechos del sospechoso, incluida la obtención de confesiones por coacción (a veces mediante la tortura), y la de colocar e inventar pruebas o presentar falso testimonio en un juicio (perjurio). Esta situación se plantea con frecuencia cuando un policía, por lo demás concienzudo, pierde fe en el sistema de justicia penal y actúa guiado por un sentido equivocado del deber o afán de conseguir que se condene a alguien de cuya culpabilidad está convencido. O, en el peor y más recurrente de los casos, el policía es obligado por sus mandos a cometer los actos citados. Esta conducta es, a pesar de todo y aunque se quiera justificar con el uso legal de la fuerza, ilegal.
El secreto para combatir estas deficiencias reside en el desarrollo y mantenimiento de sólidos mecanismos de rendición de cuentas y de supervisión. Es fundamental para la buena gobernanza garantizar la integridad policial, así como es esencial granjearse la confianza de la ciudadanía y lograr la seguridad pública. Además, puesto que la policía suele ser la parte más visible del gobierno y la que tiene mayor contacto con la población, el grado de confianza y fe que tiene una nación en su policía refleja la confianza y fe que tiene en su gobierno. Se ha dicho que la obligación de rendir cuentas es “la madre de la prudencia” y que, como tal, tiene un efecto profiláctico y disuasivo. Es menos probable que se comprometan las normas de conducta si son supervisadas. De este modo, la confianza y la fe del público en la policía pueden mejorarse y mantenerse mediante un claro sistema de rendición de cuentas, supervisión efectiva e integridad transparente, pero sobre todo con la dignificación del trabajo policial porque la principal descalificación de los propios elementos proviene inicialmente de las autoridades; es decir, de los jefes de estos.
De acuerdo con datos proporcionados por la organización Causa Común, del 1 de diciembre de 2018 al 18 de julio de 2024, se habían registrado, al menos, 2,402 policías asesinados en México. esta misma organización lamenta que los asesinatos de policías tienen un impacto devastador en la moral de las fuerzas de seguridad, creando un ambiente de temor e inseguridad entre los agentes. La constante amenaza de violencia afecta la capacidad de los policías para realizar su trabajo de manera efectiva. La percepción de inseguridad pública entre la ciudadanía también se ve afectada negativamente. Los ciudadanos pierden confianza en la capacidad de las fuerzas de seguridad para protegerlos y garantizar su seguridad. Estos asesinatos también tienen un efecto disuasivo en el reclutamiento de nuevos agentes, ya que el riesgo asociado con la profesión se percibe como demasiado alto.