Corría el año del chiquidrácula, cuando fumar en la oficina era bien visto y enviar a los menores de edad por cervezas aún no se había satanizado. Eran esos días en que quedarse callado cuando los adultos hablaban sugería una buena educación y obedecer a tus padres no precisaba de seis sesiones terapéuticas con la psicóloga para que así fuese. En aquellos días en que tomar agua de la llave producía más placer que infecciones, estaba llegando de la escuela cuando mi señor padre estaba escombrando la covacha (lugar bajo la escalera donde se almacenan –todavía- artículos y enseres de primerísima necesidad, pero de escasa rotación y utilidad), entonces estirando su mano para darme un rollo de cable verde, sin emitir otra instrucción que no fuera “ten, agárralo” y yo con mis escasos años de práctica en la importante función de adivinar el futuro le pregunté “¿y dónde lo pongo?”, acto seguido se escucha la voz de mi mentor exclamando con un sarcasmo más elocuente que cualquier rutina de Rogelio Ramos “¡en mi cabeza!”. Si me prometen que quedará entre nosotros, le confesaré que cuando mi padre regreso la vista a su afanosa tarea, yo tomé el rollo de cable y simulé dejarlo en su cabeza retirándolo de inmediato y alejándome de la vista de mi padre para que no me ganara la risa. Otro día en la azotea me dijo “llévate esta ropa de tu mamá para allá abajo”, y ahí voy de nuevo con mi pregunta estrictamente necesaria “¿Se la pongo en su recámara?” la respuesta automática fue “noooo…¡ve y dile al güero que si te deja ponerla en su sala!”. Por mi cabeza pasaron un par de ideas tales como “a mi vecino el güero no le va a gustar la idea” y también “mmmta todavía de que le estoy ayudando (muy valiosa mi ayuda por cierto) se encaaa..riña conmigo”.
Para nuestros padres, fue su forma de aplicar el método aprendido por sus ancestros y que, a la luz de su desempeño en la vida, era el correcto. Eran formas diferentes de reclamar a sus hijos la atención en la tarea, de que sus “bendis” aplicaran un comportamiento funcional para no depender todo el tiempo de una instrucción específica y resolver tareas con la mínima información, pero con un mayor involucramiento. Era una forma de decir “piensa un poquito en lo que está ocurriendo a tu alrededor y adhiérete a la dinámica de la tarea”. No se trataba de maltratar a los niños sólo por molestarlos, se trataba de llamar su atención hacia los temas que para los padres eran evidentes. ¿Era violencia? Si. Era una forma violenta de reprenderte por no “estar a las vivas”. Y también era una forma de representar la vida misma (o una de las diferentes formas de violencia de la vida), a través de situaciones incómodas que requerían de atención, moderación, resistencia y respeto. El manejo de la frustración era puesto a prueba y su capacidad de conducirse con diplomacia ante una situación de desventaja era en sí un desafío recurrente. ¡Claro! Algunos lo superaron y aprecian los frutos de dichas interacciones con padres de respuestas fascinantes. Otros más no lo han superado aún y escriben artículos semanales sobre las situaciones fatigosas de su infancia en la convivencia parental.
La figura paterna tiene la obligación de ser la representación de la seguridad física. En los primeros años de vida de los hijos y las hijas. Los papás son quienes ayudan y dan alivio a la mamá quien utiliza su cuerpo, su mente y su tiempo para atenderlos. Los padres están obligados a ser dignos de confianza, lo cual deberá mantenerse a lo largo del tiempo, pues existen interpretaciones de los hijos hacia decisiones, conductas y cambios de respuesta de los padres, que se califican como errores y lesionan la confianza. Está científicamente comprobado que los juegos violentos de los padres para con sus hijos (luchitas, golpes, aventones, sometimiento físico, etc.) son altamente recomendables para contextualizar las dificultades de la vida misma y generar cierto pensamiento de sobrevivencia al responder a esas agresiones y adoptar una posición más sólida ante cualquier embate que se le presente.
Gracias a ti, papá, por ser quien me mostrara el relieve del camino, pero me dejara tomar la decisión hacia el sendero que recorrería por mí mismo; por despertarme del sofá para decirme “¡órale! A su cama”, sé que hubiera sido más tierno describir como me llevabas en tus brazos hasta mi camita, pero me ayudó a administrar mis tiempos y tener una visión de anticipación; gracias por asignarme los trastes y terminar mi tarea antes de salir a jugar y meterme a las 8:30 si quería salir mañana, porque eso me ayudó a respetar los límites; porque cuando las personas abusaron de mi ingenuidad o mi falta de malicia, evitaste ir a la escuela a reclamarle a la institución lo mal que hacen las cosas por permitir y tolerar esas conductas, en cambio tu consejo fue “tiene que aprender a defenderte, sino todo el tiempo te van a estar chingando”; gracias por hacerme ver la importancia de desarrollar habilidades como leer en voz alta, leer el reloj de manecillas (a los seis años), decir las tablas de multiplicar en un orden aleatorio, conocer el valor de las monedas de menor denominación, poco tiempo después supe que era para aprender a ir por las tortillas y pedir bien el cambio, saber pedir información y ayuda a un extraño respecto a un lugar, un precio o un artículo. El mundo ha sido tan bello con tu presencia en mis días, la vida sigue su curso y heredé tu algarabía. Vivo con más entusiasmo, con una larga sonrisa, tu consejo sigue vivo, no corro ni llevo prisa. Cuando estés a la distancia, en Andrómeda u Orión, yo te seguiré honrando, y te haré una canción.