Alguna vez vi a un hombre, con un traje caro y guardias a su lado. Caminaba erguido y confiado, salió de su edificio y fue a su carro. Y escoltado fue de su trabajo a su casa junto al campo.
Y eso, todos los días de la semana, todos los días del año, todos los años de su vida. Me recordó a Cabral “pobrecito mi patrón que piensa que el pobre soy yo”.
Hace unos días, apareció un hoyo junto a mi universidad y ya no podemos entrar. En cuestión de días nos mandaron a Santa Fe. Salones, cafetería, gimnasio, iglesia y cancha de pádel, nos pusieron todo lo que pueda imaginar usted.
Hoy, sin haberlo pensado, me encuentro ahogado entre lattes, matchas y macchiatos, disfrazado también con un traje caro. Ahogando también entre palabras en inglés, porque hablar español, aquí es naco.
Paso mis días entre los graduados de colegios privados, esos chavos blancos y privilegiados, esos mismos que México sigue esperando.
Entre los edificios de cristal nada tiene historia y nada es verdad, ni el dinero en acciones, ni las sonrisas o la gente de plástico que camina por ahí.
Entre los edificios y los carros polarizados, se esconde gente que no quiere ver, pero tampoco se deja ver, quizá por vergüenza o temor, de que la realidad que rechazaron y por la que construyeron una ciudad de mentira, los alcance otra vez.
Es una burbuja enfermiza, pobre de espíritu, rica en papel.
Cuando veo Santa Fe, no veo en sus edificios progreso, veo más bien grandes jaulas donde el futuro de la nación termina muriendo.
Rompamos la jaula y volemos a la verdad, de la vida que se vive y la sonrisa que se ríe, del dolor que se sufre, las calles que se caminan, la situación que se afronta y la historia que vale.