Hoy, tener una bandera partidista, significa tener contacto cero con alguna fuerza política distinta.
El presidente y sus altos funcionarios, sólo tratan con sus iguales, -políticamente hablando-, y la oposición ve con odio y disgusto al bando morenista.
Esta realidad me hace recordar aquellos tiempos, en los que, en todos los eventos, el presidente Peña Nieto invitaba a miembros de todos los partidos políticos y representantes de todos los poderes.
Para quien disfrute del ejercicio del arte del poder, basado en el librito (refiriéndome a lo que dice la teoría) los grandes pensadores, las leyes y las formas, este método parece presentar una democracia saludable. Sin embargo, en contraste con la realidad, dejó al presidente Peña Nieto en uno de los más bajos índices de popularidad en la historia.
En cambio, quienes ha tomado el libro y lo han quemado para optar por un pragmatismo masivo, como el presidente López Obrador, va a dejar la presidencia con índices de popularidad, históricamente altos, a pesar de que, él, haya optado por una política separatista en donde los de un partido no se hablan con los otros, y donde la bandera política que uno porta, rechaza hasta en lo más fundamental, la posibilidad de diálogo con la oposición.
Entonces, ¿por qué aun, cuando esta lógica es una muestra de una democracia enferma, ha obtenido resultados tan populares? Porque en política los grandes líderes deben tener a grandes enemigos, que sean también el gran enemigo popular, a pesar de lo bueno que fuese políticamente para la construcción de acuerdos.
Finalmente, para Peña Nieto tener a su lado partidos y fuerzas autónomas, no funcionó popularmente; en cambio, el presidente López Obrador ha construido un imperio a partir de fingir una lucha contra grandes y malévolas fuerzas políticas, antes, llamados la mafia del poder.
Lamentablemente, la otra cara de la moneda ha provocado que tengamos dos cámaras que gastan grandes cantidades de dinero, pero no dialogan, no resuelven y no crean grandes reformas que signifiquen un avance para nuestro país. Los tiempos de las reformas aprobadas por unanimidad, con la colaboración de todos los partidos, después de un diálogo político, incluso intenso, han quedado detrás y puede que no vengan en un buen rato.
El que los mexicanos apoyemos las falsas luchas entre falsos enemigos sobre la democracia y el entendimiento mutuo, me parece que nos muestra que, así como lo decía Octavio Paz, en su libro: “El Laberinto de la Soledad”, estamos pasando por una adolescencia política, donde preferimos identificarnos con un grupo y rechazar al otro, antes de entender con madurez que se necesita de todos para construir un país.