Más allá del protagonismo mediático que ganó un joven de 19 años al disparar ocho ocasiones de manera impulsiva, desafiante e insensible, a un policía que cuidaba un Centro de Acopio en Cuernavaca, habría que realizar una taxonomía de los síntomas y, eso, no es un tema menor para las autoridades encargadas de la seguridad pública en el nivel que sea.
La escena completa del asesinato que captó la cámara de seguridad en el lugar, sin duda que provoca turbación y asombro; sin ser perito en estas cosas, se puede observar que no se trató de un robo, pues no se llevaron nada de un lugar donde solo hay basura para reciclar y tampoco podría ser cobro de piso porque la víctima solo cuidaba un sitio que no era de su propiedad. La acción fue directa.
La escena creó un total escándalo nacional porque el responsable era un joven al cual se le miraba a detalle el rostro ante la cámara y sucedió que, pasadas unas horas del crimen, fue capturado gracias a la presunta denuncia de su propia madre y, se añade ahora, que hay circulando videos donde presuntamente se mira a la misma persona, armada, realizando en otros lugares, otro tipo de actos delictivos y siempre fue acompañado por otros jóvenes, por igual con armas.
Esta escena es notoria y destacada porque fue grabada, pero ocurren peores y más terroríficas situaciones donde no hay cámaras y no pasan de ser una mención noticiosa ilustrada que con el paso del tiempo, nos han ido llevando a un estado de normalización al convivir con historias de muerte violenta y actos inhumanos y la pregunta que emerge siempre luego de tan escalofriantes hechos es: ¿qué nos está pasando como sociedad?
Hay una canción que apareció en los años 80´s, la cual en su contenido, pareciera una premonición de lo que nos está ocurriendo y a la par, -pero en otro contexto-, pareciera una simbólica guía de ruta que autoridades de gobierno, políticos, académicos, especialistas en antropología social y psicología de masas, tienen como tarea en las instituciones, curules de los congresos, las aulas y los laboratorios y, aunque esa canción famosa es meramente popular en los camiones, el Metro y en las calles y, no tiene nada de científico o político, está llena de sentido común y se titula: “Él no lo mató”, y en una de sus estrofas dice:
“…Él no lo mató. Fue la misma sociedad y el medio en el que se desarrolló. Él no lo mató. Fue el medio. Sus padres, sus amigos, la necesidad, sus ansias. ¿Qué se yo?”.
Esta canción, es propiedad intelectual de un grupo de rock originario de la CDMX, llamado “El Haragán y Compañía”. La letra no tiene nada que ver con los ahora tan populares y exitosos narcocorridos, no hace referencia en su letra a un presunto protagonismo heroico donde lo que sobra es el desafío de los jóvenes a todo tipo de orden donde lo que abunda es el dinero, el poder, el respeto, las drogas y el sexo. Los tiempos y modas culturales de la música y la actitud de sus seguidores han cambiado, sí, pero la esencia de la incógnita sigue siendo la misma: ¿qué nos ha pasado como sociedad?
Algunas explicaciones oficiales plantean que los valores y principios sociales se han perdido… pero en el mismo crimen organizado hay principios y valores, normas y reglas y son de inmediato coercitivas, ya que de no cumplirlas, las consecuencias pueden ser fatales y es por eso que se le define como “organizado”, aunque esa descripción no sea tan dogmática y precisa por sus connotaciones de ilegalidad, pero, por desgracia para las autoridades encargadas de combatir a la delincuencia, pareciera que sí funciona y, -sin afán de reproche-, cualquier orden de gobierno, se ha notado rebasado en esta tarea que, por la ventaje de la clandestinidad de las operaciones delictivas, se antoja imposible de salir airoso, aunque sin caer en el pecado de la ingenuidad, en ocasiones todo se complica y no ocurre nada, pues es un círculo vicioso, porque se ha demostrado, que hay complicidad.
La normalización de enterarnos a cada momento de asesinatos, robos, secuestros, extorsiones y demás actividades criminales, se hay convertido hoy en una verdadera contracultura, una moda distorsionada que se apropia de la ideología de los jóvenes y cada día va ganando terreno porque esa forma de vida al límite, ha sabido establecerse, se ha adaptado a los contextos sociales y, además, deja importantes beneficios.
El tema es en realidad complejo, cada caso de un joven que delinque es muy particular, no es exacto culpar a la familia disfuncional, tampoco a los padres permisivos, a las desigualdades sociales o las carencias, aunque hay un denominador común: ingresar al crimen organizado, para un recién llegado, significa en su vida, resolver una proyección de necesidades no cubiertas, representa estatus, respeto, dinero, poder, excesos, fama, sexo y quizás, un corrido.
El protagonismo del adolescente que asesinó a un miembro de la PIBA, es todo un tema como síntoma y casos así, siguen ocurriendo a diario y en todo el país; con o sin grabación de por medio.
El verdadero reto es reconocer y actuar en el fenómeno de que algo nos ha ocurrido como sociedad -¿por qué no sucede en Suiza, o Finlandia, por ejemplo?- estos actos enfermizamente normalizados, van más allá de las viejas costumbres, principios y valores que el grueso de la población conocemos, hoy le damos más importancia a las sombras que miramos proyectadas en la pared dentro de una cueva, que al fuego que las provoca.
La canción del “Haragán y compañía”, al parecer, ahora se reproduce como un reproche y nos recuerda que tenemos una incógnita pendiente de resolver, en verdad: ¿“Él no lo mató”?