¿Qué día leímos y escribimos?

Ingeniería de sueños

¿Recuerdas qué gran momento de satisfacción fue el día en que por fin pudiste interpretar lo que para ti en un inicio eran solo rayones y garabatos, pero que en realidad eran palabras que transmitían mensajes y pensamientos y, entonces tu mundo se amplió porque entendiste lo que significaba todo aquello que estaba escrito? 
¿Recuerdas ese momento tan mágico, cuando lograste reproducir sin la ayuda de nadie, en el papel, en el piso o sobre una de las paredes de tu casa, tu propio nombre con las letras del alfabeto y las vocales? 
Seguro que lo experimentaste y lo viviste, pero ya no lo recuerdas porque la fuerza de la costumbre te lo ha robado… ¿recuerdas el nombre de esa maestra o maestro que intervino y te instruyó hasta que lo lograste? ¿recuerdas el nombre de la escuela donde sucedía aquello? ¿conservas algún bello y personal momento que de pronto te remonta hasta esa aula en tu infancia? ¿recuerdas dónde estaba y cómo era tu butaca? 
Mi maestra de primaria se llamaba Guillermina Novoa Rico, lo fue durante primero y segundo año en la escuela “Dr. Belisario Domínguez”, la que está a unos pasos del Museo Panteón de San Fernando donde se encuentran los restos de Benito Juárez, esa primaria está enfrente de lo que un día era la Escuela de Artes Plásticas “La Esmeralda” y a lado estaba la Biblioteca “Miguel de Cervantes Saavedra”, muy cerca de la Iglesia de San Hipólito y también de la Alameda Central y la salida del Metro Hidalgo, en la Ciudad de México. 
En el marco del Día del Maestro, mi recuerdo personal se enfoca en la asistencia por las tardes a la casa de la maestra Guillermina Novoa, ella vivía muy cerca de la escuela y, llevaba con el permiso de nuestros padres y tutores, a Ulises, a José Luis, a Gonzalo y a mí, para darnos clases extraescolares y personalizadas sobre lo que ella decía, eran aptitudes sobresalientes a nuestra escasa edad en temas de nivel infantil aplicados a matemáticas, física, química y cultura general.
Lo hacía porque con frecuencia, ella nos estaba inscribiendo a los cuatro en diversos concursos escolares. En aquel tiempo, no había niñas en la “Belisario Domínguez”, para ellas había un plantel escolar aledaño llamado: “Ignacio Manuel Altamirano”. Desde hace años, ambas escuelas pasaron por fin a ser mixtas.
En la casa de la maestra Guillermina, cada quien tenía un lugar favorito. A Ulises, yo lo veía siempre animado y sonriente sumido en un gran sillón individual afelpado color beige, José Luis, corría a la silla giratoria del escritorio en la esquina de la sala y estiraba los brazos buscando alcanzar los extremos, Gonzalo iba directo a las altas sillas de la amplia mesa que era el comedor, juntaba las manos y enderezaba la columna de manera muy aristocrática y mientras nos miraba, enseñaba los dientes en una exagerada sonrisa; a mí, me gustaba estar sentado en la alfombra que tenía enormes jarrones estampados con figuras griegas y romanas y estaba extendida a lo largo del piso de duela encerada y brillante, que rechinaba cuando pasabas por algunos lugares y era un gran enigma pensar en qué podría haber debajo.
La maestra Guillermina, se turnaba en ir y venir a cada uno de nosotros en nuestros lugares impartiendo sus enseñanzas, según las aptitudes de cada uno y mientras lo hacía, removía por toda la casa esa penetrante fragancia de su perfume de Violetas que siempre la acompañó; sobre todo en nuestra aula. Al final de la tarde, nos regalaba agua de limón, dulces o fruta con chile piquín… Nunca supe si tenía hijos o esposo, recuerdo solo que en esas ocasiones estábamos en su casa cinco personas.
Así podría seguir escribiendo páginas de esta historia, donde también hubo momentos dramáticos por la vieja forma de enseñanza, pues había niños a los que la maestra les llegó a romper en la espalda o lo hizo sobre el pupitre, las reglas de madera que medían un metro y servían para trazos geométricos en el pizarrón, como para el castigo a la terquedad, falta de atención y la irresponsabilidad al no realizar las tareas.
Esas reglas rotas después se las cobraba a sus padres cuando les daba la queja del niño desobediente y ellos le agradecían que así pusiera en orden a sus hijos. En mi escuela, la disciplina y la responsabilidad era el sello de la casa. Lejanamente éramos nosotros la generación llamada hoy de “Cristal”; y sino, que le pregunten a Carlos, que seguido su mamá tenía que reponer las reglas rotas que acumulaba durante la semana, principalmente por dormirse en las clases apenas y comenzaban. 
Si en aquel entonces, las condiciones hubieran sido como hoy lo son, -obligadamente permisivas y complacientes para las y los alumnos de cualquier nivel-, donde lo importante no es tanto la calidad real y demostrable, sino, evitar a toda costa perder los ingresos mensuales de las colegiaturas, mi maestra Guillermina ya sería famosa en redes sociales o bien, clienta asidua de Derechos Humanos o de plano, ya la hubieran despedido, dado de baja y boletinado como actualmente es la constante en las escuelas, principalmente las de paga donde el alumnado y los padres de familia, someten a los profesores que ya de por sí son mal pagados, carecen de prestaciones, no los respetan justamente y están saturados en trabajo para preparar las clases. Hoy ser maestro, es un gran reto, se requiere una férrea fuerza de voluntad y se debe volver a reconocer su mérito y sobre todo, el logro y el deber cumplido en sus alumnos.
La historia del Día del Maestro en México se remonta a 1917, cuando dos diputados, Benito Ramírez y Enrique Viesca, presentaron una iniciativa ante el Congreso de la Unión para establecer una fecha oficial para honrar a los maestros. Su propuesta fue recibida con entusiasmo, y un año después, el entonces presidente Venustiano Carranza firmó el decreto que oficializaba el 15 de mayo como Día del Maestro.
La pieza de hoy solo tiene el objetivo de dar las gracias y realizar un homenaje a esas personas entregadas a la docencia que pasan a ser nuestros segundos padres, en ese lugar que es la escuela y en muchas de las ocasiones, representa una segunda casa.
Aunque tampoco yo recuerdo el día de comenzar a leer y escribir, estoy en deuda para toda la vida con mi maestra Guillermina Novoa y otra decena de profesores inolvidables presentes hasta que salí de la Universidad, y que además, siempre me estimularon a investigar y ser autodidacta.
¡Felicidades en su día maestras y maestros, un millón de gracias!

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